martes, 24 de julio de 2012

e l e n i t a y f e r m í n

En el bolsillito derecho del jardinero de jean guardaba puñados de semillas de girasol. En el otro, las cáscaras de las que se iba comiendo. Estaba mordiendo una ramita de sal cuando Elenita le metió la mano y le hurgó el bolsillo de las semillitas. Le rozó la punta, allá abajo, e intentando agarrar la mayor cantidad de girasol, su prima le pellizco la pija. De un empujón, la dejó sentada en el piso de baldosas de la puerta de calle, y por la confusión, le escupió la ramita que tenía en la boca, chorreando saliva. Elenita se raspó el codo, fiero, y sollozó como un ángel mientras se acomodaba la blusita nueva, “mierda se me agujereó la blusita me van a retar me duele la piel roja me empujó es un tarado”.
 
-¡Cuidado con la babosa!- le gritó desde el suelo.

 
Fermín saltó aturdido. Se le mezclaron la culpa, la vergüenza, el miedo y la pija hinchada. Movió la cabeza para todos lados, asustadísimo, buscando el paradero del bicho húmedo. La criatura peluda que se estira hasta la inmensidad. Recordó que Elenita solía pelar las pajitas de los refrescos de un tirón, dejando el papel que las cubría hecho un acordeón bien apretadito, y que con una gota de gaseosa lo hacía crecer con retorcijones, como una babosa. Tardó siete segundos en entender que la babosa no existía, al menos no esta vez.

 
-Tarado- le susurró Elenita mientras se erguía y aplanaba la pollerita estampada.

 
Se lo dijo casi adentro de la boca. Y le frotó el codo con sangre en el jardinero de jean. 

 
–Me hiciste sangrar, se lo voy a decir a tu mamá.

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